Bitácora exiliada de un venezolano

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PRUEBA

Hace un año ni me imaginaba estar a más de 5.000 kilómetros de casa, de mi familia, de mis amigos, de mi rutina y mis costumbres. Lo había pensado muchas veces, pero mi destino no tenía nombre, bandera, escenario ni fecha en el calendario (diría Simón Díaz); solo tenía seguro que el pasaporte sería necesario.

Antes del “Feliz Año”, la situación del país, la crisis social / económica / política (y se pueden incluir más ingredientes, que para cada quien serán distintos, o muy similares, menos o más), me “obligó” a comenzar a darle forma a esa bitácora escueta de exilio que tenía, un exilio pensado para estudiar, para conocer otras culturas, ese itinerario con boleto de retorno para en sólo unas semanas volver a mi día a día; esa bitácora que nunca quise armar, y que ningún venezolano debería armar por necesidad o por miedo.

Comenzó el año 2015, y con él la travesía burocrática y emocional que sufre el que se va y los que se quedan. Pasar a diario de la expectativa y ganas de echarle ganas a lo que saliera por “aquellas tierras”, que hoy son “estas”, donde estoy; a la tristeza por verse lejos de casa, a la impotencia de lidiar con la ineficiencia y las trabas de los entes públicos venezolanos, obstáculos como para tirar la toalla. Pero que va, somos más inteligentes, decididos y autosuficientes que muchos del otro lado de la ventanilla. Términos como legalizar, apostillar, cita electrónica, notaría, registro, estampillas, homologación, etc. se convirtieron en mi argot diario. También pasar de asesorado a asesor, a compartir experiencias con muchos iguales que yo, en el mismo ínterin. Nos convertimos en eruditos del “papeleo migratorio”.

En ese corre-corre no se analizan sentimientos, sólo quizás el de la frustración cuando surgía otra arbitrariedad burocrática, y el de la motivación para echar hacia adelante y resolver. Dormir, o intentar dormir, es cuesta arriba, es el momento en el que surgen esos escenarios que no quería vivir “in situ”, decirle adiós a mi familia en el aeropuerto, el “Feliz Año” por Facetime o Skype, vivir las buenas noticias y las malas con el gran océano de por medio. Me consolaba no tener el pasaje en mano aun, porque mi partida no tenía fecha. Pero la tuvo. Ese 17/11/15 en el boleto le puso día y hora al escenario negado de mis intentos de dormir durante meses.

Luego de semanas de papeleos, unos logrados y otros no; de estrés, de rebajar unos kilos, de más canas y de tratar de aprovechar al máximo el tiempo y los momentos, llegaron los días de despedidas, de decirle adiós a muchas cosas, al trabajo, a los “panas”, al caos y a la improvisación vial de mi terruño. Las lágrimas y el pesar se hicieron una constante, algo que no quería. Quería esperanza, felicidad y sonrisas, pero cada quien es dueño de sus emociones y las exterioriza como quiere. Traté de hacerlos reír, de mantener el ánimo, y lo logré pocas veces. Es imposible estar con la familia a última hora, todo el tiempo que quizás no se aprovechó en muchos años, se quiere grabar todo en la memoria, oler la comida de casa, jugar con el perro; no quieres dormir, quieres aprovechar y aprovechar. Esa última noche en casa empecé a etiquetar todo: “esta es la última vez que tomo agua de esta nevera, que apago la luz de la cocina, que pasaré por este pasillo, etc, etc. En mi cama, viendo el techo que he visto durante tantos años, me despedí en silencio de ese momento repetido tantas noches ahí, donde meditaba y donde me imaginé esa noche y ese mañana que llegaría dentro de pocas horas.

Amanece y ya no hay “para donde agarrar”. Es el día, parece que me fuera a casar otra vez, que me iban a mandar a una operación especial al Medio Oriente a buscar a los de Isis. El estrés no da chance para emociones, en mi caso. Los demás no tienen estrés, tienen mil emociones, y te las demuestran justo en ese abrazo de hasta luego, con dolor, emoción, pesar. No fue como lo imaginé, no lo pensé tan triste, el corazón se pulveriza, haces mil fotos de los tuyos abrazados viendo cómo te vas, fotos con la cámara del alma, una foto que hace cuesta arriba escribir esta parte del texto, vuelve a pulverizarse lo que estaba medio reconstruido. No sé como se sigue caminando a la puerta de embarque si hay un infarto de tristeza, no late, es taquicardia, es un potro al galope por la sabana. Pero no lloro, no quiero causar más tristeza, quiero mostrarles esperanza y ganas de echarle ganas. Horas después esa fortaleza se fue por un barranco, pero tras bastidores, donde pocos ven lo que hace el artista antes y después del show. Era necesario que pasara para seguir el camino, la ruta de vida.

Ya en vuelo, ver a mi ciudad y a mi país hacerse más pequeños, ver mi hogar desde arriba, ese territorio donde se quedaron los míos, entre su caos social y sus bondades naturales, barre aun mas el polvo de corazón que quedaba.
Ver a Venezuela perderse en el mar, esa imagen termina de cerrar el ciclo de despedidas, pone al duelo en “stand by”, porque seguirá estando ahí hasta que vuelva a mi hogar, y activa la expectativa, la acción, la planificación y las ganas de progreso.

Luego de 4 aviones y horas sin dormir, aquí estoy desde hace 3 meses, bien recibido, con el abrazo y el saludo familiar diario algo distinto, ahora por las redes sociales, con otra cama, otro techo que ver en las noches, con otras cosas que imaginarme y poner a andar, con la determinación de hacerlo bien para estar bien, darle bienestar a mi familia y, a través de mis acciones ser el reflejo de la Venezuela productiva que siempre he querido ver, del venezolano honesto que debe multiplicarse allá y en cualquier parte del mundo.

¿Una bitácora de retorno? La tracé antes de irme.

Escrito para azperiodistas.com por Daniel Delgado Arocha.