No hay una clara relación entre el tamaño del cerebro y la inteligencia. Los seres humanos, considerados la especie más inteligente del planeta, tienen un cerebro diminuto en comparación con otros animales.
Comparativamente, los cerebros de otros dos mamíferos, las ballenas y los elefantes, son bastante mayores que el nuestro. El peso de las primeras es del orden de 5000 gramos y el de los paquidermos todavía mayor, unos 8000, muy por encima de los 1350 gramos del peso medio del cerebro humano.
Ni siquiera se pueden exceptuar los cerebros de intelectuales brillantes. Albert Einstein, por ejemplo, considerado poseedor de una de las mentes más brillantes de la historia, tenía un cerebro de un volumen común y corriente.
Así las cosas, estaba claro que había que buscar otra forma más fiable de medir la capacidad intelectual, dado que usualmente, los animales más grandes tienen cerebros más grandes que los animales pequeños y esto no está indicando nada concreto sobre su intelecto. Se propuso, como más fiable, medir cuanto peso suponía el del cerebro en relación al peso total del cuerpo. De esta manera, el hombre sí se coloca por delante de los grandes animales con cerebros de gran peso neto, pero de cuerpos proporcionalmente mucho mayores. No obstante había un pequeño animal que, según esta forma de medición, se constituía en el gigante intelectual de todos los seres vivos existentes. Ni más ni menos que la musaraña, un diminuto mamífero similar a un ratón que, como curiosidad, es el mamífero más activo que existe. Muchas de las especies comen su propio peso diariamente y pueden, incluso, morir si pasan más de cuatro horas sin alimentarse.
Pues bien, en este pequeño animalito la masa encefálica supone cerca del diez por ciento de su masa total. Proporcionalmente el más “cerebral” de todos los animales, incluso por encima de nosotros los hombres.
Una manera, más lógica, de abordar el estudio de la evolución del encéfalo consiste en estudiar las distintas partes de éste por separado y centrarse, concretamente, en la parte que más ha ido creciendo en animales de diferente edad evolutiva. Esto es, de animales que son descendientes vivos de especies a partir de las cuales han evolucionado los seres humanos . Para comprender esto, hay que partir de la base de que estamos aquí como resultado de la evolución y descendemos de especies desaparecidas. De monos ancestrales, sí, y de otros mamíferos más antiguos, de reptiles, anfibios, peces, hasta llegar a la primera forma de vida, unicelular, que vivió hace 3.500 millones de años.
Comparando encéfalos de especies de peces, reptiles y distintos mamíferos, incluido el hombre, se puede apreciar que las diferencias se centran, sobre todo, en el aumento progresivo de los hemisferios cerebrales y en que la superficie de éstos se va haciendo cada vez más rugosa. Este arrugamiento se ha producido porque conforme ha ido evolucionando ha ido incrementando su extensión, hasta culminar en el córtex humano (dos tercios de su superficie están ocultos dentro de sus pliegues).
16 billones de neuronas integran este manto de tejido nervioso que cubre los hemisferios cerebrales. La mayor cantidad de células nerviosas de cualquier especie animal y, cada una de ellas, estableciendo decenas de miles de conexiones, con otras, para transmitir sus mensajes. Es precisamente esa corteza cerebral, que nos diferencia tanto del resto de especies, la que regula las capacidades más específicamente humanas, tales como la percepción, imaginación, el pensamiento o el juicio.
En síntesis, la corteza cerebral humana, de la que está compuesto la mayoría del cerebro humano, supone cerca del 85 por ciento del peso cerebral y su gran superficie y complejidad explica la inteligencia superior del ser humano en comparación con el resto de especies.